OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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SIGNOS Y OBRAS |
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VICENTE BLASCO IBAÑEZ1
En oposición con su pasado imperialista y ecuménico, España es, dentro de Europa, como todos sabemos, un país bastante clausurado y doméstico. Le falta en su presente lo que le sobró en su pasado: universalismo, internacionalismo. Sin la fidelidad y el vasallaje literarios de las antiguas colonias de América, la literatura española de los últimos tiempos habría viajado muy poco. Intelectualmente, España no es una nación exportadora, sino en muy modesta escala. Por esto, el primer aspecto que conviene destacar en la obra de Blasco Ibáñez es su carácter de artículo de exportación. La literatura de Blasco Ibáñez —y Blasco Ibáñez mismo— constituyen una de las principales exportaciones intelectuales de España en el primer cuarto del 900 como, con gusto italianísimo, se llama ahora al siglo XX. Unamuno y Blasco Ibáñez eran los escritores españoles más conocidos en la Europa que yo visité del 19 al 23. Pero el renombre de Unamuno crecía en profundidad, mientras el de Blasco Ibáñez crecía en extensión. De suerte que éste era mucho más visible. Unamuno disfrutaba de una estimación cualitativa; Blasco Ibáñez gozaba de una popularidad cuantitativa. Unamuno debía su difusión a su donquijotismo señero, a su genio castizo, a su individualismo áspero y, en general, a los elementos esenciales, permanentes, intrínsecos de su obra; Blasco Ibáñez debía su difusión a su ambulantismo mediterráneo, inmigrante, a su buena gracia de valenciano andariego, a su afinidad con los sentimientos de un mundo liberal, democrático y republicano; y en general a los elementos contingentes, temporales, extrínsecos de su literatura. Blasco Ibáñez era el escritor español más notorio no sólo al público sino a los editores, a los periódicos, a los críticos, a los novelistas. Profesaba ideales standarizados que le permitían estar de acuerdo con toda una Europa genéricamente progresista, humanitaria y democrática; escribía novelas de propaganda aliadófila, ampliamente vulgarizadas por la prensa más numerosa y potente del mundo y por la cinematografía mejor financiada y más industrializada; poseía una villa magnífica en Mentón, tres bibliotecas con cuarenta mil volúmenes, autógrafos de todos los divos del arte y de la política, retratos de todos los monarcas, capotes de todos los toreros; se alojaba en París en el Hotel Lutecia y en Madrid en el Ritz; había visitado la Argentina con Anatole France, de quien lo distinguía, aunque no fuera sino aparentemente, un optimismo radical de valenciano rico, boyante; se le suponía, entre otras propiedades cuantiosas, cotos valencianos, estancias en la Argentina, minas en Patagonia, acciones en el Congo, bonos de los empréstitos chinos. Blasco Ibáñez jugó siempre a las cartas más seguras: la democracia, el capitalismo, la Entente, la victoria de la Justicia y el Derecho, la novela realista. No podía fallarle ninguna de estas cartas, a menos que viniese la revolución, perspectiva absurda para un hombre tan optimista, casi panglossiano.2 ¿Cómo llegó a ser el novelista más famoso de España? Es evidente, incontestablemente, que escribió algunas buenas novelas; pero también las ha escrito, mejores por cierto, Pío Baroja, quien permanece, sin embargo, casi confinado dentro de las fronteras literarias de su patria, prisionero de sus rústicas costumbres de médico aldeano, solterón y malhumorado. Según una sumaria autobiografía reciente, Blasco Ibáñez quiso ser, de primera intención, marino. Una contumaz aversión a las matemáticas, que persistió en él hasta la vejez —y que lo coloca radicalmente fuera de la línea de Pascal y Descartes—, lo apartó de este destino. Buscó entonces una profesión standard —él mismo lo confesaba— y recordando que, como reza el refrán, «todo español es abogado, mientras no pruebe lo contrario», optó por la carrera del Derecho. La vida de estudiante lo condujo a la política. Su intuición de capitalista larvado, de negociante en embrión, aunque inepto para las matemáticas, lo predisponía contra una institución monárquica llena de resabios absolutistas. Era aún el tiempo en que el republicanismo español conservaba su prestigio intelectual. Blasco Ibáñez llegó a la demagogia más exaltada y turbulenta. Este republicanismo le valió el destierro; pero le valió también a la larga un puesto en el Parlamento. El republicanismo español se revelaba ya como un movimiento malogrado y estéril, al cual el socialismo desposeía poco a poco de sus fuerzas populares. Blasco Ibáñez era un hombre nacido para el poder en una España republicana, capitalista, pingüe, democrática, exportadora al por mayor de vinos, carbón, anchoas, naranjas, alpargatas, hierro, etc., no para envejecerse en la oposición como diputado republicano, en un parlamento inexorablemente condenado a ser disuelto por un Primo de Rivera, dictador badulaque y jaranero. «Yo pensé —decía Blasco— que había veinte mil españoles que podían ser diputados y llenar su rol tan bien, si no mejor que yo, mientras había tal vez un poco menos de españoles capaces de escribir novelas pasables». La novela dio a Blasco Ibáñez lo que no podían dar la marina, la abogacía, ni la política: celebridad, dinero, poder, etc. Su nombre tiene derecho a un puesto preferente en un capítulo de la literatura española. Se le llamaba el Zola español. Para serlo de veras le faltaba, sin duda, pasión, romanticismo, originalidad. Ensayo en la novela diversos caminos, coqueteando con agudo sentido práctico, con las tendencias más propicias al éxito y la fama. La Barraca, La Catedral, Sónica la cortesana, Sangre y Arena, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Mare Nóstrum,3 señalan las principales estaciones de su itinerario un poco versátil y oportunista. Entre los méritos artísticos de sus relatos, vale la pena recordar cierta alegría de naranjos en flor y de huerto valenciano, cierta claridad de Mar Mediterráneo, cierto vigor y concisión de novelista latino que representaron, acaso, las cualidades más resaltantes de su literatura. España, quizá por esto mismo, está mucho menos presente en su obra que en la de Pío Baroja. El último capítulo de su
vida —episodio de bizarra beligerancia contra Primo de Rivera—, le
costó una parte de su fortuna, pero le ganó, en el espíritu
hispano-americano, una parte de las simpatías que le enajenaron sus
ataques a México revolucionario. Blasco Ibáñez ha terminado su
carrera como la comenzó: de combatiente republicano. Hay que
reconocerle, entre otras cosas, que sus devociones fueron casi siempre
las de un burgués honesto: la Revolución Francesa, los Derechos del
Hombre, la fraternidad universal. Me parece innecesario agregar que el
poeta de su admiración era Víctor Hugo.
NOTAS:
1
Publicado en Variedades: Lima,
4 de Febrero de 1928
2
Locuaz, charlatán, por alusión al Dr. Pangloss, personaje del
"Cándido" de Voltaire: encarnación del optimismo.
3
Mar Nuestro. Así denominaban los antiguos romanos al Mar Mediterráneo.
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